El día de hoy quedará marcado para siempre en la memoria de todos los habitantes de este este planeta, pues tendrá lugar el acontecimiento deportivo más importante que existe: la final de un Mundial de fútbol. Once franceses y once italianos irán detrás de un balón que simboliza la eterna búsqueda de la excelencia humana.
JAVIER BRASSESCO
EL UNIVERSAL
El planeta se paralizará hoy por noventa minutos. En
Berlín, en el mismo estadio donde corrió Jesse Owens
y donde no lo premió Adolf Hitler, veintidós hombres
irán detrás de un balón en el evento deportivo
más importante del mundo, un acontecimiento tan especial
que sólo tiene lugar cada cuatro años.
Bueno, en realidad esa cosa que hoy perseguirán italianos
y franceses tiene forma de balón y parece un balón,
tanto que cualquier despistado diría que es un balón
con motivos dorados y poco más. Ahab, aquel delirante
capitán cuya única razón de vida era cazar
a Moby Dick, dijo una vez que todas las cosas del mundo no
son más que máscaras de cartón, y que si el
hombre quería golpear tenía que golpear a través
de la máscara. Ese objeto dorado y esférico que
hoy estará yendo de un lado para otro en el Olympiastadion
es mucho más que un balón, es, en palabras de Ahab,
una máscara, un símbolo de la gloria, del honor,
de la excelencia, del amor por una camiseta que a su vez representa
un país.
Pocas personas en los 206 países en los que será
transmitido el Italia-Francia podrán resistirse al encanto
de una final de Campeonato del Mundo. Todos los terrícolas
convertidos en espectadores de un mismo acontecimiento y al
mismo tiempo. Incluso aquellos que se lamentan por la falta
de goles en este Mundial y que critican a los finalistas por
sus esquemas ultradefensivos, no tendrán más remedio
que sentarse frente al televisor aunque no sea más que
para rumiar su inconformismo.
Cierto, hoy no se ven exhibiciones futbolísticas que
provoquen declaraciones como la de Gabriel Katchalin, aquel
técnico ruso que luego de perder 2-0 en 1958 con el Brasil
del ¿irresponsable¿ Garrincha y del jovencísimo Pelé
exclamó: ¿No puedo creer que lo que presenciamos esta
tarde fue fútbol. Jamás había visto algo tan
hermoso¿. Hoy más bien los elogios, cuando los hay, se
dirigen a un defensa como Cannavaro o a unos mediocampistas
de contención como Makelele o Vieira. Cosas de estos
tiempos.
Sea como sea, lo que sí está claro es que nadie
le regaló nada a Italia ni a Francia. Esos países
dirimirán la final, no otros, porque se lo ganaron a
pulso, porque hicieron lo que tenían que hacer y en el
momento cuando había que hacerlo, porque no se equivocaron
cuando no podían equivocarse, algo de lo que también
están conscientes quienes hoy critican el sistema de
juego de los finalistas.
Además, el partido de hoy será el último juego
de Zinedine Zidane, uno de esos jugadores que aparecen cada
diez o veinte años. ¿Cómo podríamos explicarle
a nuestros nietos que nosotros, que tuvimos la oportunidad
única de ver a ese futbolista irrepetible disputar su
último partido, estábamos muy ocupados pensando
en lejanas galaxias o viendo pajaritos?
La emoción, la gloria, la entrega, la ansiedad, el aire
que nos falta, la tristeza por lo que irremediablemente no
volverá sino dentro de cuatro años, la nostalgia
que ya sentimos porque jamás volveremos a ver a Zidane
pateando un balón, la certeza de estar viviendo un momento
que estará marcado a fuego en la memoria colectiva, el
vacío de los días que vendrán... todos eso
se mezclará hoy durante noventa minutos en un instante
que será eterno.
Quien no entienda eso es porque no sabe todo lo que está
en juego en cualquier evento deportivo. Quien no entienda
eso no sabe nada de la vida. Habría que repetirles lo
que todo un Walt Whitman, el poeta más grande que ha
dado Estados Unidos, le dijo a una persona que le reclamaba
su excesivo interés en un partido de beisbol: ¿Sí,
me gusta todo eso: el beisbol, los picnics... Amo el tiempo
de las fiestas, sin clérigos y sin policías¿.
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