El joven astro de la selección británica superó con fuerza y determinación, como aprendió desde que era un niño en las peligrosas calles de Liverpool, la lesión que casi lo deja fuera del Mundial. Hoy, a partir de las 11:00 de la mañana, cuando su país enfrente a Portugal en cuartos, llevará la bandera de ataque
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(Foto AP)
THOMAS HUETLIN
DER SPIEGEL/EL UNIVERSAL
Han pasado pocos minutos después de la una de la tarde
en Croxteth, un suburbio de Liverpool, que jamás se
ganará un premio por su belleza urbanística. A
esta altura del día, las palomas son los únicos
clientes en el quiosco de periódicos, que está
cercado con alambre de púas. El único signo de
vida humana es un joven que está parado afuera de la
casa de apuestas William Hill.
Un viejo y oxidado automóvil se detiene en el lugar.
Una muchacha se baja. "¡Oye, idiota!", le grita al joven,
"estás apostando todo el dinero y nuestro niño
no ha podido comer nada en todo el día".
El hombre no contesta. Camina hacia ella, que le sigue
gritando mientras retrocede, manteniéndose fuera
de su alcance. Le lanza un papel a los pies. Es un cheque
por cinco libras esterlinas. La chica lo recoge, se
monta en el auto y se marcha. El se devuelve a la tienda
de apuestas.
Wayne Rooney, nacido y criado en Croxteth, aprendió
a jugar fútbol en estas calles. Fue uno de los
que lograron escapar de allí. Era más talentoso
que los otros muchachos, y trabajaba como ninguno.
Rooney nunca se quejó de nada. Ni de la pobreza
de su vecindario, donde el supermercado local vendía
todo tipo de comida congelada menos vegetales y
frutas. Ni de su padre, un trabajador de la construcción
que estaba desempleado. Ni de su madre, que pagaba
las cuentas de la casa trabajando como doméstica
y ayudante de cocina. Ni del deteriorado gimnasio
de boxeo de su tío, Richie, donde comenzó
a entrenar a los siete años. Ni de su abuela,
que lo cuidó durante la mayor parte de su infancia
y le halaba las orejas cuando no hacía caso.
Ni siquiera de los urbanistas del condado de Merseyside,
que se olvidaron de planificar parques en Croxteth.
Cuando los chicos del barrio querían jugar
fútbol, tenían que hacerlo en un terreno
baldío cercano o simplemente conformarse con
jugar en las calles, donde colocaban sus camisetas
como línea de la portería.
No fue una sorpresa entonces que el delantero
del Manchester United no perdiera energías
en recriminaciones cuando, en el minuto 78 del
partido de la Premier League realizado el pasado
29 de abril, el defensa portugués del Chelsea,
Paulo Ferreira, se le abalanzó provocando
que se cayera aparatosamente y se rompiera dos
huesos del pie derecho. Con una ventaja 3-0, Chelsea
estaba a 10 minutos de conseguir el título
de la máxima división inglesa de fútbol
profesional, pero repentinamente la alegría
de la hinchada se congeló. Un silencio sepulcral
se apoderó de la multitud, un sentimiento
compartido que el director técnico de la
selección inglesa, Sven-Goran Eriksson, resumió
en una palabra: "¡Maldición!".
En un colosal cambio, ambos bandos se unieron.
Las hostilidades fueron reemplazadas por la
preocupación y el pánico. "¡Dios mío.
No Wayne, por favor!", exclamó el ágil
mediocampista del Chelsea, Joe Cole. Había
un sentimiento universal en el estadio de que
Chelsea podía haber ganado la liga, pero
también de que Inglaterra había perdido
la Copa Mundial. Después de ese minuto
78, todo un país esperaba un milagro; cifraba
sus esperanzas en la tenacidad y la resistencia
de Rooney. Esperaba que sus genes y su fuerza
de voluntad lo ayudarán a recuperarse en
la mitad del tiempo que necesita un simple mortal.
Incluso los reporteros poco profesionales del
periódico sensacionalista británico
The Sun parecían corderitos mansos distribuyendo
volantes que decían: "¡Recemos por Wayne.
Recupérate pronto!".
Rooney aprendió tempranamente una lección:
se necesita fortaleza y determinación.
De lo contrario, uno corre el riesgo de ser
aplastado y condenado al sometimiento en las
calles de Croxteth.
Hay que ser fuerte y corpulento para sobrevivir
en esas calles llenas de pobreza. Cuando
nació Wayne, su padre, asombrado por
las grandes manos y orejas de su hijo, gritó:
"¡Miren, tenemos a un boxeador profesional!".
La familia Rooney, con sus raíces irlandesas,
católicas y obreras, había producido
otro pugilista. Antes de descubrir la bebida
y las mujeres, el padre de Wayne era un
triunfador en los clubes de boxeo locales.
Era un animal en el ring.
Dado que no fabricaban guantes de boxeo
para niños, Rooney padre le compró
una camiseta de fútbol del Everton
a Wayne. A los seis meses, el bebé
fue bautizado en la sede del Club del
Everton. A los días, su padre lo
llevó al estadio para que presenciara
su primer partido.
Sus genes para el boxeo y la convicción
de que la vida es un campo de batalla
_donde tienes que aceptar el castigo
hasta que el Altísimo suene la
campana final_ fueron los ideales que
catapultaron a Rooney al estrellato
del fútbol. En Gran Bretaña
aún consideran que un espíritu
guerrero es la mayor virtud que puede
tener un futbolista. Los suramericanos
pueden reverenciar las grandes técnicas
y la magia de sus ídolos del fútbol,
pero por generaciones los ingleses han
creído que estos artistas del balompié
han estado degradando un deporte de
hombres con sus extravagantes destrezas
con los pies.
El descubrimiento
Ray Hall ha dirigido la división juvenil del Everton
en los últimos 11 años.
A finales de septiembre de 1994,
Bob Pendleton, un conductor de trenes
retirado que trabaja como buscalentos
del club, se presentó en la
oficina de Hall. Estaba acompañado
de Rooney padre y su hijo. "El muchacho
era muy tímido, pero cuando
vi que Bob estaba temblando, emocionado
de manera tal que derramaba el té
por todas partes, me di cuenta de
que estábamos frente a un chico
muy talentoso", explicó Hall.
Como Hall descubrió muy
pronto, el joven era un astro
del fútbol en ciernes. Sucedió
en un partido de ida jugado en
un campo pequeño en Manchester.
Los directores técnicos estaban
parados de un lado; unos cuantos
cientos de espectadores estaban
del otro. Tras un disparo hacia
el área de penalty del equipo
contrario, el balón cayó
detrás de Rooney. Hall esperaba
que el muchacho fuera en busca
de la esférica. En cambio,
el joven de 10 años giró
en un segundo, saltó en el
aire y, con una espectacular chilena,
enterró el balón en
el fondo de la portería.
"El silencio se apoderó del
estadio", recuerda Hall. "Entonces,
uno de los padres empezó
a aplaudir y, en cuestión
de segundos, toda la multitud
estaba enardecida, incluso los
padres del equipo contrario".
Wayne estaba decidido a mejorar
su juego. "Después de clases
se iba caminando hasta nuestro
campo", cuenta Hall. "Se cambiaba
y empezaba a entrenar una hora
antes que los demás. Cuando
terminaba, se quedaba en el
campo y continuaba entrenando.
A menudo tuvimos que mandarlo
a casa y cerrar las puertas
para asegurarnos de que no volviera
a entrar a escondidas".
El fútbol inglés
había estado esperando
a alguien como Rooney por
años. El chico parecía
tenerlo todo: la fortaleza
y la determinación del
verdadero hombre fuerte aunadas
al toque, la técnica
y la intuición de un
virtuoso. Podía hacer
un juego de pies sin siquiera
ver hacia abajo. Era más
rápido con el balón
que sus compañeros sin
la pelota. Y si por casualidad
perdía la esférica,
corría a toda velocidad
tras ella y la recuperaba.
Cuando se aproximaba al área
de penal disparaba inmediatamente
con fuerza, sin titubear y
directamente a la red. Pero
sobre todo tenía el sello
de la verdadera grandeza:
nunca se ponía nervioso
ni se alteraba.
A los nueve años jugaba
con los de 11. A los 15
años, ya estaba en
la alineación del grupo
juvenil del Everton, y a
los 16 fue escogido como
suplente para el primer
equipo.
La explosión
El 19 de octubre de 2002, hizo su debut en la Premier
League: un encuentro
local contra el Arsenal.
El conjunto de Londres
era el campeón
de la Liga, invicto
en 30 partidos. Rooney
dejó la banca en
el minuto 81. Nueve
minutos después
cogió un pase que
le hizo su compañero
Thomas Gravesen y chutó.
El balón salió
disparado y pasó
por encima de la cabeza
de David Seaman, directamente
hasta la red. Ni siquiera
el entrenador del Arsenal,
Arsene Wenger, pudo
ocultar su admiración
en la rueda de prensa
realizada después
del partido: "estamos
decepcionados por haber
perdido nuestro récord,
pero al menos fue por
el gol espectacular
de un talentosísimo
jugador. ¡No hay guardameta
en el mundo que pudiera
haberlo parado! Es el
futbolista con más
talento que haya visto
desde que asumí
la dirección del
Arsenal".
No había que
ser adivino para predecir
lo que pasó luego.
Cada reportero capaz
de sostener un micrófono,
bolígrafo o cámara
se colocó en
una lista para entrevistar
al niño prodigio
con la cara de bulldog.
"Después del
partido el entrenador
entró a la
sala de periodistas
y nos dijo: "Wayne
no dará entrevistas.
Ni hoy, ni en el
futuro", recuerda
Ian Ross, jefe de
prensa del club
Everton.
Ross, sentado
en su oficina,
ubicada en las
cavernas de Goodison
Park, recuerda
como Rooney casi
rompe a llorar
después de
ser nombrado "el
jugador del partido"
por la BBC, consciente
de que ya no podría
escapar de los
medios. Temeroso,
fuera de su ámbito
natural, se sentó
en una silla por
40 minutos, con
la cara pegada
a la mesa, incapaz
de soltar palabra.
"Estaba pálido
y sudando", rememora
Ross.
Rooney se hizo
aún menos
fanático
de la prensa
cuando reporteros
de varios tabloides
lo capturaron
frecuentando
burdeles de
Liverpool. "Sus
conquistas incluían
una abuela de
48 años,
una chica con
ropa interior
rosada y una
madre de seis
niños vestida
como "cowboy",
reportó
el sensacionalista
The Sun. En
una de sus visitas,
le cobraron
45 libras. Rooney
pagó con
un billete de
50 y se sentó
a esperar el
vuelto. En vez
de propina,
le dejó
un autógrafo:
"A Charlotte,
estuve contigo
el 28 de diciembre.
Con amor, Rooney".
Un aumento
de sueldo
que elevó
sus ganancias
de 80 a 50.000
libras semanales
fue la gota
que rebasó
el vaso. Rooney
necesitaba
cuidado en
serio y Paul
Stretford,
su agente,
se encargó
de que lo
tuviese. Reclutó
un equipo
de especialistas
para llevar
a Wayne del
patrio trasero
al canal rápido.
Consiguieron
su cometido
encerrándolo
en un muro
de silencio.
Fue un paso
sumamente
sensible.
Y correcto.
Ahora,
Rooney
deja que
sean sus
pies quienes
hablen.
Y a los
ingleses
parece
no importarles.
Toda Inglaterra
está
convencida,
desde
aquel
partido
de cuartos
de final
ante Portugal
en que
se lesionó
un pie
y la selección
salió
expulsada
del torneo,
que sólo
un hombre
es capaz
de conducirlos
al título
en la
Copa Mundial:
Wayne
Rooney,
el muchacho
peleón
que vive
diciendo
groserías.
Traducción:
Servio
Viloria
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