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CARACAS, sábado 01 de julio, 2006 | Actualizado hace
 
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Rooney: un chico peleón es la esperanza inglesa

El joven astro de la selección británica superó con fuerza y determinación, como aprendió desde que era un niño en las peligrosas calles de Liverpool, la lesión que casi lo deja fuera del Mundial. Hoy, a partir de las 11:00 de la mañana, cuando su país enfrente a Portugal en cuartos, llevará la bandera de ataque

Los ingleses han depositado todas sus posibilidades en los pies de Rooney, que aprendió a luchar en las calles de Liverpool
(Foto AP)
THOMAS HUETLIN |  DIARIO
sábado 1 de julio de 2006  12:00 AM

THOMAS HUETLIN

DER SPIEGEL/EL UNIVERSAL

Han pasado pocos minutos después de la una de la tarde en Croxteth, un suburbio de Liverpool, que jamás se ganará un premio por su belleza urbanística. A esta altura del día, las palomas son los únicos clientes en el quiosco de periódicos, que está cercado con alambre de púas. El único signo de vida humana es un joven que está parado afuera de la casa de apuestas William Hill. Un viejo y oxidado automóvil se detiene en el lugar. Una muchacha se baja. "¡Oye, idiota!", le grita al joven, "estás apostando todo el dinero y nuestro niño no ha podido comer nada en todo el día". El hombre no contesta. Camina hacia ella, que le sigue gritando mientras retrocede, manteniéndose fuera de su alcance. Le lanza un papel a los pies. Es un cheque por cinco libras esterlinas. La chica lo recoge, se monta en el auto y se marcha. El se devuelve a la tienda de apuestas. Wayne Rooney, nacido y criado en Croxteth, aprendió a jugar fútbol en estas calles. Fue uno de los que lograron escapar de allí. Era más talentoso que los otros muchachos, y trabajaba como ninguno. Rooney nunca se quejó de nada. Ni de la pobreza de su vecindario, donde el supermercado local vendía todo tipo de comida congelada menos vegetales y frutas. Ni de su padre, un trabajador de la construcción que estaba desempleado. Ni de su madre, que pagaba las cuentas de la casa trabajando como doméstica y ayudante de cocina. Ni del deteriorado gimnasio de boxeo de su tío, Richie, donde comenzó a entrenar a los siete años. Ni de su abuela, que lo cuidó durante la mayor parte de su infancia y le halaba las orejas cuando no hacía caso. Ni siquiera de los urbanistas del condado de Merseyside, que se olvidaron de planificar parques en Croxteth. Cuando los chicos del barrio querían jugar fútbol, tenían que hacerlo en un terreno baldío cercano o simplemente conformarse con jugar en las calles, donde colocaban sus camisetas como línea de la portería. No fue una sorpresa entonces que el delantero del Manchester United no perdiera energías en recriminaciones cuando, en el minuto 78 del partido de la Premier League realizado el pasado 29 de abril, el defensa portugués del Chelsea, Paulo Ferreira, se le abalanzó provocando que se cayera aparatosamente y se rompiera dos huesos del pie derecho. Con una ventaja 3-0, Chelsea estaba a 10 minutos de conseguir el título de la máxima división inglesa de fútbol profesional, pero repentinamente la alegría de la hinchada se congeló. Un silencio sepulcral se apoderó de la multitud, un sentimiento compartido que el director técnico de la selección inglesa, Sven-Goran Eriksson, resumió en una palabra: "¡Maldición!". En un colosal cambio, ambos bandos se unieron. Las hostilidades fueron reemplazadas por la preocupación y el pánico. "¡Dios mío. No Wayne, por favor!", exclamó el ágil mediocampista del Chelsea, Joe Cole. Había un sentimiento universal en el estadio de que Chelsea podía haber ganado la liga, pero también de que Inglaterra había perdido la Copa Mundial. Después de ese minuto 78, todo un país esperaba un milagro; cifraba sus esperanzas en la tenacidad y la resistencia de Rooney. Esperaba que sus genes y su fuerza de voluntad lo ayudarán a recuperarse en la mitad del tiempo que necesita un simple mortal. Incluso los reporteros poco profesionales del periódico sensacionalista británico The Sun parecían corderitos mansos distribuyendo volantes que decían: "¡Recemos por Wayne. Recupérate pronto!". Rooney aprendió tempranamente una lección: se necesita fortaleza y determinación. De lo contrario, uno corre el riesgo de ser aplastado y condenado al sometimiento en las calles de Croxteth. Hay que ser fuerte y corpulento para sobrevivir en esas calles llenas de pobreza. Cuando nació Wayne, su padre, asombrado por las grandes manos y orejas de su hijo, gritó: "¡Miren, tenemos a un boxeador profesional!". La familia Rooney, con sus raíces irlandesas, católicas y obreras, había producido otro pugilista. Antes de descubrir la bebida y las mujeres, el padre de Wayne era un triunfador en los clubes de boxeo locales. Era un animal en el ring. Dado que no fabricaban guantes de boxeo para niños, Rooney padre le compró una camiseta de fútbol del Everton a Wayne. A los seis meses, el bebé fue bautizado en la sede del Club del Everton. A los días, su padre lo llevó al estadio para que presenciara su primer partido. Sus genes para el boxeo y la convicción de que la vida es un campo de batalla _donde tienes que aceptar el castigo hasta que el Altísimo suene la campana final_ fueron los ideales que catapultaron a Rooney al estrellato del fútbol. En Gran Bretaña aún consideran que un espíritu guerrero es la mayor virtud que puede tener un futbolista. Los suramericanos pueden reverenciar las grandes técnicas y la magia de sus ídolos del fútbol, pero por generaciones los ingleses han creído que estos artistas del balompié han estado degradando un deporte de hombres con sus extravagantes destrezas con los pies. El descubrimiento
Ray Hall ha dirigido la división juvenil del Everton en los últimos 11 años. A finales de septiembre de 1994, Bob Pendleton, un conductor de trenes retirado que trabaja como buscalentos del club, se presentó en la oficina de Hall. Estaba acompañado de Rooney padre y su hijo. "El muchacho era muy tímido, pero cuando vi que Bob estaba temblando, emocionado de manera tal que derramaba el té por todas partes, me di cuenta de que estábamos frente a un chico muy talentoso", explicó Hall. Como Hall descubrió muy pronto, el joven era un astro del fútbol en ciernes. Sucedió en un partido de ida jugado en un campo pequeño en Manchester. Los directores técnicos estaban parados de un lado; unos cuantos cientos de espectadores estaban del otro. Tras un disparo hacia el área de penalty del equipo contrario, el balón cayó detrás de Rooney. Hall esperaba que el muchacho fuera en busca de la esférica. En cambio, el joven de 10 años giró en un segundo, saltó en el aire y, con una espectacular chilena, enterró el balón en el fondo de la portería. "El silencio se apoderó del estadio", recuerda Hall. "Entonces, uno de los padres empezó a aplaudir y, en cuestión de segundos, toda la multitud estaba enardecida, incluso los padres del equipo contrario". Wayne estaba decidido a mejorar su juego. "Después de clases se iba caminando hasta nuestro campo", cuenta Hall. "Se cambiaba y empezaba a entrenar una hora antes que los demás. Cuando terminaba, se quedaba en el campo y continuaba entrenando. A menudo tuvimos que mandarlo a casa y cerrar las puertas para asegurarnos de que no volviera a entrar a escondidas". El fútbol inglés había estado esperando a alguien como Rooney por años. El chico parecía tenerlo todo: la fortaleza y la determinación del verdadero hombre fuerte aunadas al toque, la técnica y la intuición de un virtuoso. Podía hacer un juego de pies sin siquiera ver hacia abajo. Era más rápido con el balón que sus compañeros sin la pelota. Y si por casualidad perdía la esférica, corría a toda velocidad tras ella y la recuperaba. Cuando se aproximaba al área de penal disparaba inmediatamente con fuerza, sin titubear y directamente a la red. Pero sobre todo tenía el sello de la verdadera grandeza: nunca se ponía nervioso ni se alteraba. A los nueve años jugaba con los de 11. A los 15 años, ya estaba en la alineación del grupo juvenil del Everton, y a los 16 fue escogido como suplente para el primer equipo. La explosión
El 19 de octubre de 2002, hizo su debut en la Premier League: un encuentro local contra el Arsenal. El conjunto de Londres era el campeón de la Liga, invicto en 30 partidos. Rooney dejó la banca en el minuto 81. Nueve minutos después cogió un pase que le hizo su compañero Thomas Gravesen y chutó. El balón salió disparado y pasó por encima de la cabeza de David Seaman, directamente hasta la red. Ni siquiera el entrenador del Arsenal, Arsene Wenger, pudo ocultar su admiración en la rueda de prensa realizada después del partido: "estamos decepcionados por haber perdido nuestro récord, pero al menos fue por el gol espectacular de un talentosísimo jugador. ¡No hay guardameta en el mundo que pudiera haberlo parado! Es el futbolista con más talento que haya visto desde que asumí la dirección del Arsenal". No había que ser adivino para predecir lo que pasó luego. Cada reportero capaz de sostener un micrófono, bolígrafo o cámara se colocó en una lista para entrevistar al niño prodigio con la cara de bulldog. "Después del partido el entrenador entró a la sala de periodistas y nos dijo: "Wayne no dará entrevistas. Ni hoy, ni en el futuro", recuerda Ian Ross, jefe de prensa del club Everton. Ross, sentado en su oficina, ubicada en las cavernas de Goodison Park, recuerda como Rooney casi rompe a llorar después de ser nombrado "el jugador del partido" por la BBC, consciente de que ya no podría escapar de los medios. Temeroso, fuera de su ámbito natural, se sentó en una silla por 40 minutos, con la cara pegada a la mesa, incapaz de soltar palabra. "Estaba pálido y sudando", rememora Ross. Rooney se hizo aún menos fanático de la prensa cuando reporteros de varios tabloides lo capturaron frecuentando burdeles de Liverpool. "Sus conquistas incluían una abuela de 48 años, una chica con ropa interior rosada y una madre de seis niños vestida como "cowboy", reportó el sensacionalista The Sun. En una de sus visitas, le cobraron 45 libras. Rooney pagó con un billete de 50 y se sentó a esperar el vuelto. En vez de propina, le dejó un autógrafo: "A Charlotte, estuve contigo el 28 de diciembre. Con amor, Rooney". Un aumento de sueldo que elevó sus ganancias de 80 a 50.000 libras semanales fue la gota que rebasó el vaso. Rooney necesitaba cuidado en serio y Paul Stretford, su agente, se encargó de que lo tuviese. Reclutó un equipo de especialistas para llevar a Wayne del patrio trasero al canal rápido. Consiguieron su cometido encerrándolo en un muro de silencio. Fue un paso sumamente sensible. Y correcto. Ahora, Rooney deja que sean sus pies quienes hablen. Y a los ingleses parece no importarles. Toda Inglaterra está convencida, desde aquel partido de cuartos de final ante Portugal en que se lesionó un pie y la selección salió expulsada del torneo, que sólo un hombre es capaz de conducirlos al título en la Copa Mundial: Wayne Rooney, el muchacho peleón que vive diciendo groserías. Traducción: Servio Viloria

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