Alex Saldaña
La historia se repite. España juega bien, crea expectativas,
marca goles... en la fase previa. Cuando llegan los instantes
decisivos, se derrumba como una torre con los cimientos sobre
el agua. Y esta vez no puede echar la culpa a los árbitros.
Está bien que la falta que dio origen al segundo gol
francés fue más que discutible, como lo fue el penalti
que dio pie al gol español. Francia está vieja,
pero todavía es mucha Francia para una España que
deberá trabajar sobre todo el plano psicológico.
Pero la tristeza por la marcha de los españoles se compensa
_al menos para los amantes del fútbol_ con el regalo
que supone ver jugar un partido más _por lo menos_ a
Zinedine Zidane. Y nada más y nada menos que ante Brasil
_no me cuesta nada imaginar los recuerdos felices que deben
rondar por la cabeza de este marsellés evocando la final
del Mundial de Francia de 1998.
Posiblemente no fue el mejor del partido. Es más,
quizá no lo fue ni de su propio equipo _Vieira, otro
"abuelo", hizo uno de los partidos de su vida_. Pero qué
duda cabe que sin Zidane Francia no es Francia. El 10 galo
regresó a su selección cuando la había abandonado
para acudir a su rescate, para salvarla del fin de una época
dorada. Y lo ha conseguido. Los bleus vuelven a inspirar
miedo _que se lo pregunten a Brasil.
Y es que el de ayer era otro Zidane, muy diferente al
que ha ¿jugado? esta temporada en el Real Madrid.
El líder de los franceses se ofreció siempre
a sus compañeros, lanzó los balones francos
_en uno de ellos llegó el segundo gol galo_, corrió,
defendió y... marcó, poniendo la puntilla a
unos españoles que luchaban contra la historia y
contra sí mismos por no ofrecer una nueva frustración.
El día podía significar el adiós definitivo
de Zizou y hubo pequeñitos homenajes de sus compañeros.
Abrazos de sus compañeros madridistas, saludos de
Raúl en el intercambio de banderines y sentida emoción
en el francés a la hora de saludar a los suyos. Quizá
abrumado por tanta muestra de cariño _él es
un hombre tímido_, dejó muy poquitas cosas en
la primera parte, tan poquitas como el propio equipo francés.
Sin embargo, nos regaló uno de esos controles mágicos
que sólo están a su alcance, enganchando el
balón y pinchándolo a pesar del duro acoso de
Sergio Ramos, que ese sí que no conoce amigos dentro
del terreno.
Pero su fútbol sólo ofrecía destellos
esporádicos. Hasta que se aproximaba la hora de
la verdad, esos minutos en los que se decide un partido.
Zizou fue replegando velas para enlazar la contra y
tocar de primera, realizando aperturas a las bandas
para organizar y desahogar el juego, en labores de orden
y canalización. Ya había asumido el mando.
En el tramo final, cuando los nervios estaban más
a flor de piel, tuvo que salir a hacer de bombero
para tranquilizar los ánimos, mediador de buena
voluntad, entrenándose ya para lo que le espera
a partir de este Mundial. Luego, la puntilla. Un golpe
franco sacado desde la medular española con una
rosca tremenda que se comió la defensa española
para certificar el adiós de los nuestros. Y al
final, otro destello de gran calidad para mandarnos
directamente al infierno. Este tipo... es genial.
No te vayas nunca, Zizou. Hasta la vista, España.
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