El fútbol, seguramente como ningún otro deporte, impacta por igual a aficionados de toda la faz de la Tierra, sin detenerse en cuestiones de política, filosofía o religión. Por eso, algo con semejante influencia en el estado de ánimo del ser humano, no puede ser sólo un juego. Es una fuerza, una poderosa fuerza global.
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(Foto Reuters)
DIRK KURBJUWEIT
DER SPIEGEL/EL UNIVERSAL
Pasa en todo el mundo. Los aficionados contienen la respiración
colectivamente cada vez que el balón se acerca al banderín
de corner. Estiran el cuello para ver de qué lado quedará.
¿A la izquierda? ¿A la derecha? Contienen la respiración
porque ello representa la diferencia, una gran diferencia.
La diferencia entre un corner y un saque de banda.
"¿A quién le importa?". Esta pregunta no tiene
lugar en el fútbol. A los fanáticos siempre
les importa. Cada giro, cada curva en la cancha alberga
la semilla del triunfo y la desesperación. ¡El fútbol
hace al fanático! La victoria y la derrota determinan
si se siente feliz y amistoso, o si está sombrío
y malhumorado. Algo con semejante impacto en el estado
de ánimo del ser humano no puede ser sólo un
juego. Es una fuerza, una poderosa fuerza. De hecho, dado
que su influencia se expande en todo el mundo, es una
potencia global.
No es la única. Estados Unidos es la potencia
global en política. Las otras son corporaciones
que tienen su sede en ese país: McDonald's, CocaCola,
los estudios de cine de Hollywood, Microsoft, Google.
El fútbol es tanto la vieja Europa como la nueva
Europa. Es Brasil y el resto de Latinoamérica,
junto con Africa, Asia, Australia y EEUU. Es el mundo
islámico. Cada Copa Mundial es una celebración
de una clase de globalización más dichosa
que la conocida por todos. Las naciones del mundo
se reúnen para una competencia entre iguales,
sin que nadie mande a los demás. El fútbol
puede ser el modelo ideal de un orden mundial justo.
Es un juego, y al mismo tiempo mucho más.
Si la Copa Mundial es un éxito, si los terroristas
se mantienen alejados, si se mantiene a raya a los
hooligans y si el dopaje no se convierte en un problema;
si es una verdadera fiesta de fútbol, entonces
la gradual de sintegración de nuestro mundo
pudiera desacelerarse un poco. Y en el clima actual,
un poco representaría mucho.
El poder que ejerce el fútbol es verdaderamente
asombroso. Sólo debemos pensar en todas las
cosas por las que ha pasado. Ha recibido mil bautismos
de fuego, ha sido objeto de abuso y ha sido mancillado;
sin embargo, opaca a todos los demás deportes.
El fútbol es un sobreviviente. Ha sobrevivido
a una brutal comercialización, a astronómicos
pagos por transferencias y salarios y al dominio
de patrocinadores que se apoderan de los estadios.
El deporte ha sobrevivido a la vanidad de magnates
tales como Berlusconi y Abramovich, para quienes
los equipos se han convertido en juguetes. Ha
sobrevivido a la infidelidad de los jugadores
que hoy visten una camiseta con una franja roja
y mañana usan otra con una franja azul, y
que son incapaces de compensar a sus leales aficionados.
Pasión que enamora
El fútbol ha resistido todo esto. Cuando llega
el día del partido, cuando el estadio
ruge y gime como un animal salvaje, cuando
el balón comienza a rodar, todos los
inconvenientes se olvidan. Aficionados juiciosos
pueden enumerar 100 motivos por los cuales
no deben sucumbir a la fiebre del fútbol
cuando suena el pitazo, por qué han tenido
suficiente, por qué se quieren ir, porque
ellos nunca... y entonces la fiebre ataca
de nuevo. Cinco minutos después están
irremediablemente involucrados de nuevo en
el partido, sin importar cuán malo sea
éste. Se quejan, maldicen y escupen veneno.
Un momento después se enamoran de nuevo:
de un jugador, de un club, del juego.
Abundan las explicaciones sobre por qué
este juego genera tanta pasión en toda
la Tierra. La gente baja puede admirar a
un Roberto Carlos; la gente alta a un Michael
Ballack y la gente gorda a un Ronaldo. La
capacidad intelectual tampoco es un requisito.
El fútbol se puede jugar en todas
partes, en cualquier país. Un pequeño
espacio abierto y unas medias enrolladas
o una lata vacía es todo lo que se
necesita. Pero, ¿por qué tanta
gente mira el juego? Un motivo es que
solían jugarlo o aún lo hacen.
Otro es que existe una fascinación
con el espacio, un espacio que se abre
y se cierra, que se entiende y se comprime
como un acordeón. Es una mezcla de
combate cuerpo a cuerpo e incursiones
exploratorias sin igual entre los deportes
que se juegan en grandes canchas.
Este deporte se acerca más a la
vida real que el basquetbol o el balonmano,
deportes dominados por una obstinada
confrontación entre atacantes y
defensores. El fútbol tiene un
mediocampo, y el mediocampo está
donde debe estar, donde la victoria
y la derrota, el triunfo y la desesperación
se despliegan. Uno se puede atascar
en el mediocampo. Entonces el fútbol
puede ser un juego de espera: la pelota
es empujada perezosamente de acá
para allá hasta que se abre un
espacio. Pero al igual que en la vida,
las porterías a menudo se mantienen
esquivas.
Por supuesto, no todos en las gradas
ven una alegoría de la vida desarrollándose
ante sus ojos. Hay otras búsquedas
igualmente legítimas: una cerveza,
un perrocaliente, un espectáculo
y un poco de aplausos y burlas compartidos
con otros 50.000 siempre son ingredientes
de una buena tarde.
Imagen y semejanza
No se puede negar que el fútbol refleja, y moldea,
la sociedad. Los franceses sólo
se mostraron más dispuestos
a aceptar la idea de la inmigración
después que ciudadanos de
primera generación como Zinedine
Zidane y Marcel Desailly ganaron
la Copa Mundial para ellos en
1998.
Por primera vez, hay niños
en Alemania que no pueden reconocer
a su equipo nacional por sus
jerseys y rostros blancos. Patrick
Owomoyela y Gerald Asamoah tienen
ciudadanía alemana y piel
negra. Burlarse de ellos sería
estúpido, y sin duda no
sería patriótico.
Los estadios de fútbol
son lugares en que la gente
con mentalidad menos cosmopolita
tiene que reconsiderar sus preconcepciones:
sitios de práctica para
la globalización.
Estar comprometido con un
equipo significa _o debería
significar_ ser un ciudadano
global. En la Bundesliga alemana,
sólo tres o cuatro naturales
del país juegan en algunos
partidos. Sería interesante
voltear este razonamiento
y afirmar que un racista no
puede ser un aficionado al
fútbol en el mundo actual.
Desafortunadamente, esto no
siempre es cierto. El racismo
aún existe en los estadios.
Samuel Eto'o, el camerunés
que juega para el Barca, recientemente
amenazó con marcharse
de la cancha porque aficionados
del Zaragoza se burlaban de
él imitando gruñidos
de simio.
Un estadio no es sólo
un escenario para las cosas
bellas de la vida. A veces
exhibe justamente lo contrario.
Es menos un idilio que un
espejo. La sociedad puede
reconocer sus propios rostros
abominables en el juego:
racismo y violencia. Pero
el fútbol también
proporciona las armas para
combatir estos males. Gracias
a su popularidad, el fútbol
aporta algo de vital importancia
en las sociedades con desigualdad,
en un mundo con desigualdad:
accesibilidad. Mientras
Eto'o era objeto de las
burlas, el portero del Zaragoza
señalaba hacia su propio
compañero de equipo
de raza negra. "Miren, uno
de nuestros jugadores también
es negro", era su mensaje.
Gracias a su capacidad
única de llegar a
la gente, el fútbol
y la Copa Mundial ofrecen
un rayo de esperanza en
un mundo que de nuevo
se está dividiendo
en dos bandos.
Cuando Osama bin Laden
estaba en Londres en
1994, ocasionalmente
asistía a los partidos
de Arsenal. Imaginarlo
sentado en algún
lugar del estadio Highbury,
quizás en la Silla
4, Fila 17 de la grada
este, inadvertido y
discreto, lo saca de
su cueva y lo regresa
a nuestro mundo. No
es ningún demonio.
Es uno de nosotros,
aunque uno de los especímenes
humanos más crueles
y aterradores que se
conozcan.
Pero este juego nos
pertenece a todos,
tanto a los iraníes
como a los ingleses,
tanto a los chinos
como a los estadounidenses.
Es diferente con el
baloncesto. El baloncesto
pertenece a los estadounidenses,
y todos los demás
sólo pueden imitarlos.
Es por ello que el
fútbol puede
tocarnos a casi todos,
estadounidenses y
antiestadounidenses
por igual.
Ese es su poder
como fuerza global.
Nos acerca en momentos
de gran belleza.
Por supuesto, ningún
pase impedirá
que Bin Laden propague
su reino de terror.
Incluso estuvo planificando
un ataque contra
la Copa Mundial
de 1998 en Francia.
Pero para todos
los que aún
no están enceguecidos
por la ira, el juego
sí puede construir
puentes.
Durante la Guerra
Fría, los
rusos eran el
"coco" de todo
el mundo. A los
ojos de Occidente,
cada ruso era
un Leonid Brezhnev
_el dictador_
en miniatura.
Pero luego vino
Oleg Blokhin con
sus goles mágicos.
Repentinamente
había dos
"rusos", Brezhnev
y Blokhin. Quizás
por eso, la gente
comenzó a
pensar que los
rusos quizás
querían también
a sus niños.
No se puede afirmar
que el fútbol
salvó al
mundo de guerras
devastadoras,
pero ha ayudado
a mantener las
hostilidades a
raya.
El juego aún
posee esta capacidad.
Habría
sido fantástico
que las máximas
estrellas de
esta Copa Mundial
hubiesen sido
un iraní
y un estadounidense.
Que Alí
Karimi y Landon
Donovan hubiesen
cautivado al
mundo entero
con sus habilidades.
Habríamos
descubierto
súbitamente
que hay dos
iraníes,
Karimi y el
ultraconservador
presidente Mahmud
Ahmadinejad,
así como
dos estadounidenses,
Donovan y el
derechista George
Bush.
En el fútbol,
la potencia
es Brasil,
cinco veces
campeón
del mundo.
Pero es una
potencia que
todos adoran.
Es más,
siempre se
ven felices,
y la arrogancia
es ajena a
ellos. Sus
victorias
a menudo son
tan inspiradoras
que todo el
mundo quiere
vestir la
camiseta amarilla.
Esa es la
globalización
en su mejor
expresión.
Traducción:
José
Peralta
de EL UNIVERSAL. Si no lo eres, Regístrate aquí
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