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CARACAS, domingo 25 de junio, 2006 | Actualizado hace
 
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| Fiesta germana
La gran globalización que propaga el balón

El fútbol, seguramente como ningún otro deporte, impacta por igual a aficionados de toda la faz de la Tierra, sin detenerse en cuestiones de política, filosofía o religión. Por eso, algo con semejante influencia en el estado de ánimo del ser humano, no puede ser sólo un juego. Es una fuerza, una poderosa fuerza global.

Una aficionada de Trinidad y una seguidora de Suecia, países con muy poco en común, disfrutan del partido entre sus selecciones
(Foto Reuters)
DIRK KURBJUWEIT |  DIARIO
domingo 25 de junio de 2006  12:00 AM

DIRK KURBJUWEIT

DER SPIEGEL/EL UNIVERSAL

Pasa en todo el mundo. Los aficionados contienen la respiración colectivamente cada vez que el balón se acerca al banderín de corner. Estiran el cuello para ver de qué lado quedará. ¿A la izquierda? ¿A la derecha? Contienen la respiración porque ello representa la diferencia, una gran diferencia. La diferencia entre un corner y un saque de banda. "¿A quién le importa?". Esta pregunta no tiene lugar en el fútbol. A los fanáticos siempre les importa. Cada giro, cada curva en la cancha alberga la semilla del triunfo y la desesperación. ¡El fútbol hace al fanático! La victoria y la derrota determinan si se siente feliz y amistoso, o si está sombrío y malhumorado. Algo con semejante impacto en el estado de ánimo del ser humano no puede ser sólo un juego. Es una fuerza, una poderosa fuerza. De hecho, dado que su influencia se expande en todo el mundo, es una potencia global. No es la única. Estados Unidos es la potencia global en política. Las otras son corporaciones que tienen su sede en ese país: McDonald's, CocaCola, los estudios de cine de Hollywood, Microsoft, Google. El fútbol es tanto la vieja Europa como la nueva Europa. Es Brasil y el resto de Latinoamérica, junto con Africa, Asia, Australia y EEUU. Es el mundo islámico. Cada Copa Mundial es una celebración de una clase de globalización más dichosa que la conocida por todos. Las naciones del mundo se reúnen para una competencia entre iguales, sin que nadie mande a los demás. El fútbol puede ser el modelo ideal de un orden mundial justo. Es un juego, y al mismo tiempo mucho más. Si la Copa Mundial es un éxito, si los terroristas se mantienen alejados, si se mantiene a raya a los hooligans y si el dopaje no se convierte en un problema; si es una verdadera fiesta de fútbol, entonces la gradual de sintegración de nuestro mundo pudiera desacelerarse un poco. Y en el clima actual, un poco representaría mucho. El poder que ejerce el fútbol es verdaderamente asombroso. Sólo debemos pensar en todas las cosas por las que ha pasado. Ha recibido mil bautismos de fuego, ha sido objeto de abuso y ha sido mancillado; sin embargo, opaca a todos los demás deportes. El fútbol es un sobreviviente. Ha sobrevivido a una brutal comercialización, a astronómicos pagos por transferencias y salarios y al dominio de patrocinadores que se apoderan de los estadios. El deporte ha sobrevivido a la vanidad de magnates tales como Berlusconi y Abramovich, para quienes los equipos se han convertido en juguetes. Ha sobrevivido a la infidelidad de los jugadores que hoy visten una camiseta con una franja roja y mañana usan otra con una franja azul, y que son incapaces de compensar a sus leales aficionados. Pasión que enamora
El fútbol ha resistido todo esto. Cuando llega el día del partido, cuando el estadio ruge y gime como un animal salvaje, cuando el balón comienza a rodar, todos los inconvenientes se olvidan. Aficionados juiciosos pueden enumerar 100 motivos por los cuales no deben sucumbir a la fiebre del fútbol cuando suena el pitazo, por qué han tenido suficiente, por qué se quieren ir, porque ellos nunca... y entonces la fiebre ataca de nuevo. Cinco minutos después están irremediablemente involucrados de nuevo en el partido, sin importar cuán malo sea éste. Se quejan, maldicen y escupen veneno. Un momento después se enamoran de nuevo: de un jugador, de un club, del juego. Abundan las explicaciones sobre por qué este juego genera tanta pasión en toda la Tierra. La gente baja puede admirar a un Roberto Carlos; la gente alta a un Michael Ballack y la gente gorda a un Ronaldo. La capacidad intelectual tampoco es un requisito. El fútbol se puede jugar en todas partes, en cualquier país. Un pequeño espacio abierto y unas medias enrolladas o una lata vacía es todo lo que se necesita. Pero, ¿por qué tanta gente mira el juego? Un motivo es que solían jugarlo o aún lo hacen. Otro es que existe una fascinación con el espacio, un espacio que se abre y se cierra, que se entiende y se comprime como un acordeón. Es una mezcla de combate cuerpo a cuerpo e incursiones exploratorias sin igual entre los deportes que se juegan en grandes canchas. Este deporte se acerca más a la vida real que el basquetbol o el balonmano, deportes dominados por una obstinada confrontación entre atacantes y defensores. El fútbol tiene un mediocampo, y el mediocampo está donde debe estar, donde la victoria y la derrota, el triunfo y la desesperación se despliegan. Uno se puede atascar en el mediocampo. Entonces el fútbol puede ser un juego de espera: la pelota es empujada perezosamente de acá para allá hasta que se abre un espacio. Pero al igual que en la vida, las porterías a menudo se mantienen esquivas. Por supuesto, no todos en las gradas ven una alegoría de la vida desarrollándose ante sus ojos. Hay otras búsquedas igualmente legítimas: una cerveza, un perrocaliente, un espectáculo y un poco de aplausos y burlas compartidos con otros 50.000 siempre son ingredientes de una buena tarde. Imagen y semejanza
No se puede negar que el fútbol refleja, y moldea, la sociedad. Los franceses sólo se mostraron más dispuestos a aceptar la idea de la inmigración después que ciudadanos de primera generación como Zinedine Zidane y Marcel Desailly ganaron la Copa Mundial para ellos en 1998. Por primera vez, hay niños en Alemania que no pueden reconocer a su equipo nacional por sus jerseys y rostros blancos. Patrick Owomoyela y Gerald Asamoah tienen ciudadanía alemana y piel negra. Burlarse de ellos sería estúpido, y sin duda no sería patriótico. Los estadios de fútbol son lugares en que la gente con mentalidad menos cosmopolita tiene que reconsiderar sus preconcepciones: sitios de práctica para la globalización. Estar comprometido con un equipo significa _o debería significar_ ser un ciudadano global. En la Bundesliga alemana, sólo tres o cuatro naturales del país juegan en algunos partidos. Sería interesante voltear este razonamiento y afirmar que un racista no puede ser un aficionado al fútbol en el mundo actual. Desafortunadamente, esto no siempre es cierto. El racismo aún existe en los estadios. Samuel Eto'o, el camerunés que juega para el Barca, recientemente amenazó con marcharse de la cancha porque aficionados del Zaragoza se burlaban de él imitando gruñidos de simio. Un estadio no es sólo un escenario para las cosas bellas de la vida. A veces exhibe justamente lo contrario. Es menos un idilio que un espejo. La sociedad puede reconocer sus propios rostros abominables en el juego: racismo y violencia. Pero el fútbol también proporciona las armas para combatir estos males. Gracias a su popularidad, el fútbol aporta algo de vital importancia en las sociedades con desigualdad, en un mundo con desigualdad: accesibilidad. Mientras Eto'o era objeto de las burlas, el portero del Zaragoza señalaba hacia su propio compañero de equipo de raza negra. "Miren, uno de nuestros jugadores también es negro", era su mensaje. Gracias a su capacidad única de llegar a la gente, el fútbol y la Copa Mundial ofrecen un rayo de esperanza en un mundo que de nuevo se está dividiendo en dos bandos. Cuando Osama bin Laden estaba en Londres en 1994, ocasionalmente asistía a los partidos de Arsenal. Imaginarlo sentado en algún lugar del estadio Highbury, quizás en la Silla 4, Fila 17 de la grada este, inadvertido y discreto, lo saca de su cueva y lo regresa a nuestro mundo. No es ningún demonio. Es uno de nosotros, aunque uno de los especímenes humanos más crueles y aterradores que se conozcan. Pero este juego nos pertenece a todos, tanto a los iraníes como a los ingleses, tanto a los chinos como a los estadounidenses. Es diferente con el baloncesto. El baloncesto pertenece a los estadounidenses, y todos los demás sólo pueden imitarlos. Es por ello que el fútbol puede tocarnos a casi todos, estadounidenses y antiestadounidenses por igual. Ese es su poder como fuerza global. Nos acerca en momentos de gran belleza. Por supuesto, ningún pase impedirá que Bin Laden propague su reino de terror. Incluso estuvo planificando un ataque contra la Copa Mundial de 1998 en Francia. Pero para todos los que aún no están enceguecidos por la ira, el juego sí puede construir puentes. Durante la Guerra Fría, los rusos eran el "coco" de todo el mundo. A los ojos de Occidente, cada ruso era un Leonid Brezhnev _el dictador_ en miniatura. Pero luego vino Oleg Blokhin con sus goles mágicos. Repentinamente había dos "rusos", Brezhnev y Blokhin. Quizás por eso, la gente comenzó a pensar que los rusos quizás querían también a sus niños. No se puede afirmar que el fútbol salvó al mundo de guerras devastadoras, pero ha ayudado a mantener las hostilidades a raya. El juego aún posee esta capacidad. Habría sido fantástico que las máximas estrellas de esta Copa Mundial hubiesen sido un iraní y un estadounidense. Que Alí Karimi y Landon Donovan hubiesen cautivado al mundo entero con sus habilidades. Habríamos descubierto súbitamente que hay dos iraníes, Karimi y el ultraconservador presidente Mahmud Ahmadinejad, así como dos estadounidenses, Donovan y el derechista George Bush. En el fútbol, la potencia es Brasil, cinco veces campeón del mundo. Pero es una potencia que todos adoran. Es más, siempre se ven felices, y la arrogancia es ajena a ellos. Sus victorias a menudo son tan inspiradoras que todo el mundo quiere vestir la camiseta amarilla. Esa es la globalización en su mejor expresión. Traducción: José Peralta

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