Eduardo Perozo, un venezolano que vive en Barra de Tijuca,
una urbanización en Río de Janeiro, cuenta que para
Brasil el Mundial no hizo sino comenzar ayer. Relata que minutos
antes del partido, las calles estaban vacías, los bancos
cerrados, igual las panaderías, carnicerías, estacionamientos
y centros comerciales. El transporte público brillaba por
su ausencia y no había carros en las avenidas.
En la mañana, horas antes del juego, nueve de cada
diez personas vestían algún atuendo de color verdiamarillo.
Las camisetas de Ronaldinho, Kaká, Ronaldo o Adriano marcaban
la pauta, mientras que por todas partes la ciudad estaba repleta
de frases como Rumo ao Hexa, que quiere decir, rumbo al hexacampeonato.
Así de confiados se muestran en ese país sobre su
once en el Mundial.
Sólo bares y restaurantes con pantallas gigantes estaban
abiertos para que los aficionados pudieran seguir las incidencias
del choque contra los croatas. En la mayoría de los hoteles
todos se mezclaban: botones, mesoneros, recepcionistas, gerentes
empresarios y turistas. Todos en un salón previamente acondicionado,
en un mismo ambiente, con el mismo objetivo: ver ganar a Brasil.